Con 21 años, Ángel Espejo abandona su pueblo para cumplir con
el servicio militar. A su regreso a Cañamares (Cuenca), alquila durante dos veranos un
bar merendero en una tranquila pinada... pero el verano es muy corto y sabe que
tiene que replantearse su futuro profesional.
Es en Chiva donde encuentra
trabajo de camarero a través de un familiar y allí desempeñará esta función
durante siete años.
Será en 1983 cuando decide por primera vez, junto a su mujer
María de la Sierra Molina, montar un negocio por su cuenta. “Desde ese día hasta hoy mi mujer y yo siempre hemos trabajado siempre codo con codo”, explica Ángel. El sitio elegido no podía ser más idóneo: en
Cortes de Pallás se estaba haciendo una obra de grandes dimensiones, el Pantano
de la Muela, por lo que faena no les iba a faltar. “Tuve que pedir dinero a todo el mundo para
poder abrir el restaurante, me tenía que ir escondiendo de las deudas que
tenía, pero al final de la partida, todo el mundo cobró”, comenta Ángel.
Y aquí comienza la aventura del “Bar Castilla”; una aventura
escrita con mucho esfuerzo, mucha humildad y muchas horas; Ángel en la
carretera y Mari en la cocina.
El “Bar Castilla”, título que hace un guiño al origen conquense de los
propietarios, tenía dos tipos de clientes. Hasta las tres de la tarde, el bar se abarrotaba
con los currantes de la obra. Para ellos Mari y Ángel preparaban un menú contundente y económico basado en
guisos caseros, sencillos y saludables. “En la cocina fuimos autodidactas,
nadie nos enseñó a cocinar ni nos facilitó ni una sola receta, pero poco a
poco, a base de mucho trabajo fuimos aprendiendo, sobre todo de los clientes”,
comentan.
Por aquellos años, el menú costaba entre 325 y 550 pesetas; y
era tal la afluencia de público que en un día normal, entre comidas y cenas,
podían servirse 400 servicios de pan y 70 barras de medio para bocadillos.
Pero no todo era tan sencillo, los dueños del Castilla también tuvieron que
saber dar respuesta a un público más selecto y caprichoso: los encargados y jefes
de la obra que llegaban al local cuando sus subordinados abandonaban el comedor. “Las
mejores cigalas, solomillos y jamones ibéricos las he servido en Cortes”,
explica Ángel: "yo les servía lo que ellos me pedían; y lo
preparaba como me indicaban. Por eso siempre digo que mis clientes han sido
siempre mis grandes profesores". Aquí el precio era lo de menos, poco importaba
salir a 12.000 pesetas por persona en una de aquellas míticas cenas. (Nada que
ver con las 325 pesetas que costaba el menú de mediodía).
Además de los
trabajadores y “jefazos” de la obra, el bar Castilla también contaba con otros
clientes, los vecinos de Cortes que no se perdían el aperitivo de los domingos
después de salir de Misa de 12:00.
“DORMÍA MÁS NOCHES EN LA CUNETA QUE EN MI PROPIA CAMA”
Para dar respuesta a esta numerosa y variada clientela, había
que moverse mucho no, muchísimo. Según cuenta el protagonista de esta historia
“en aquellos años dormí más noches en la cuneta y en el coche que en mi propia
cama. Hubo una noche que era tal el cansancio que tenía que tuve que echarme
cangrejos vivos en los pies mientras conducía para no quedarme dormido al
volante”.
Había veces que Ángel hacía tres o cuatro viajes a Valencia
para hacer la compra. Primero iba al Mercado Central y luego ya a Mercavalencia "donde pronto descubrí que era yo el que podía elegir en primer lugar la calidad
y en segundo lugar el precio".
En estos años de trabajo “a lo bestia “, según definen sus
protagonistas, Ángel y Mari forjaron su carácter, profesionalidad y saber hacer
al frente de un restaurante. Aprendieron a ofrecer un menú de calidad cada día,
además de los correspondientes almuerzos y cenas; y por otro lado, estuvieron a
la altura de unos clientes que exigían lo mejor del momento y del mercado.
Ángel y Mari, los dos mano a mano, tuvieron la humildad y oficio de poder
y saber contentar a unos y a otros con una máxima que aprendieron en aquellos
años y que han aplicado en todo su trayectoria profesional. “Al cliente nunca
se le puede engañar, por muy fácil que sea. Si le engañas a él, te engañas a ti
mismo. Hay que dar siempre en calidad en valor del dinero que te pagan ya sea
un menú del día o una cena de 12.000 pesetas por comensal”.
Con esta lección en la mochila y dos hijos pequeños decidieron,
una vez finalizada la obra de Cortes, seguir su camino y llegar a Chiva para abrir el
restaurante “La Orza”.